La mujer que camina bajo el sol abrasador de una isla caribeña cubriéndose con una sombrilla y que lleva entre uno de sus brazos un ramo de flores -que luego sabremos son gladiolos- y una cruz y lápidas mortuorias nos señalan que es un cementerio. Estamos situados ambientalmente en el trópico que forma parte de la tópica de García Márquez desde el innominado pueblo de sus primeras narraciones hasta que aparece el potente Macondo.
Texto e imagen por Eddie Morales Piña. Crítico literario.
Recientemente publiqué un posteo en una red social donde manifestaba que estaba conectado con Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia 1927- Ciudad de México 2014) desde mi adolescencia en los tiempos del Boom de la novela hispanoamericana. En efecto, conocí su escritura mediante la lectura de Cien años de soledad cuando era un liceano, pues el profesor de Castellano me incentivó a entrar en esa novela que para mí fue sorprendente como alumno en un pueblo cercano a Valparaíso llamado Casablanca. Inmediatamente, me propuse seguirle la huella escrituraria hacia atrás, es decir, buscando lo que había escrito antes; así llegué a Isabel viendo llover en Macondo o La hojarasca, por ejemplo. En el transcurso del tiempo creo haber leído toda su producción literaria. Cuando llegó el tiempo de redactar una tesis de posgrado, decidí focalizarla sobre la base de una de sus novelas, aquella que tiene por protagonista a Santiago Nazar, Crónica de una muerte anunciada. La relectura de algunas de sus obras por razones académicas cuando era profesor universitario siempre me hacía confirmar la solidez de su narrativa donde hay textos imprescindibles.
Cuando se anunció por los medios de que pronto vería la luz un relato desconocido o inédito de García Márquez como muchos lectores suyos quedé expectante, a la espera de volver a reencontrarme con una prosa -un estilo, como se decía antes- conocido para mí. Se daba a conocer el título, En agosto nos vemos. Una denominación, sin duda, garcimarquiana. El estilo es el hombre, enunciaba la vieja sentencia, y en el caso del Premio Nobel 1982 es, efectivamente, así. Después de haber leído el texto no cabe la menor duda de que estamos frente al Gabo de siempre. Es como si volviera del más allá a confirmar su existencia -que sí la tiene, pues a estas alturas se ha convertido en un clásico; es decir, que siempre que volvemos a él es como si fuera la primera vez que lo conociéramos. La novela inédita y póstuma sobre la cual se han tejido varios entretelones y comentarios haría sonreír a García Márquez. Por mi parte creo que se hizo bien con publicar el texto, independientemente de las varias versiones que redactaba el autor por un prurito de perfección escrituraria que todos le agradecemos. La historia es bastante simple sin mayores complejidades en el entramado narrativo.
La edición que se ha hecho del relato es una pequeña joya bibliográfica partiendo por la portada que como buen paratexto no deja indiferente, sino, por el contrario, incentiva al posible lector a conocer sus páginas. La mujer que camina bajo el sol abrasador de una isla caribeña cubriéndose con una sombrilla y que lleva entre uno de sus brazos un ramo de flores -que luego sabremos son gladiolos- y una cruz y lápidas mortuorias nos señalan que es un cementerio. Estamos situados ambientalmente en el trópico que forma parte de la tópica de García Márquez desde el innominado pueblo de sus primeras narraciones hasta que aparece el potente Macondo. La novela inédita -que ya no lo es- puede ser adscrita al formato de la novela breve -forma en que ya había incursionado hace algunos años con Memoria de mis putas tristes.
La trama del breve relato novelesco gira en torno fundamentalmente de su protagonista Ana Magdalena Bach, una mujer de mediana edad, quien cada mes de agosto visita una isla en cuyo cementerio descansan los restos de su madre para depositar en el sepulcro unas flores. Casi al llegar el desenlace sabremos el por qué está sepultada allí. El motivo del amor es el resorte de la historia. De cierto modo, la visita anual es un pretexto para aventuras amorosas de esta mujer casada, pero infiel. Es una lectora -como una Emma Bovary posmoderna- que se deja atrapar en los delirios del trópico. El desarrollo del relato es coherente con la propuesta narrativa de García Márquez y su escritura es envolvente para el lector. El tiempo de lectura es breve como el texto. No hay aquí complejidades estructurantes y el estilo es garcimarquiano -la forma de plasmar las descripciones, las adjetivaciones sorprendentes, por ejemplo-. Se ha dicho que es un relato de tono menor; sin duda que lo es frente a sus otras novelas mayores. Se ha dicho que pareciera ser un texto de un principiante -ojalá que uno de estos escribiera como lo hizo en esta novela García Márquez. Se ha dicho que él la consideraba impublicable y pareciera ser macondiano donde todo puede ser. Lo que queda es el testimonio escriturario de un hombre que le dio a la literatura toda su vida. Lo más probable que García Márquez la haya dejado acabada, pues la experiencia de lectura así lo indica.
(Gabriel García Márquez. En agosto nos vemos. Colombia: Random House. 2024. 137 pág.)
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