El episodio de la procesión a Lo Vásquez fue otro ejemplo de su conducta errática. La gobernación provincial llegó a salvarlo ante una inminente crisis sanitaria y de seguridad, que afortunadamente no ocurrió
Francisco Riquelme López. Periodista.
Todos vimos el video de diciembre de 2017 cuando Rodrigo Martínez se lanzó con ropa a la pileta de la Plaza de Armas en celebración del triunfo de Sebastián Piñera en la segunda vuelta de la elección presidencial. No daba más su alegría. Rodeado de su hinchada más leal, mostraba su euforia por la derrota de sus adversarios. El episodio nos da luces de su obsesión por defender al Presidente.
La observación de su regocijo por la caída de sus contrincantes no es gratuita. Él es un político que se alegra con la desdicha del adversario, más que con su propio triunfo. Siente satisfacción en destruir la política más que en construir una nueva politica.
En las últimas semanas ha mostrado nuevamente su rostro más decadente. Ha encarnado el estilo que el Presidente Piñera desplegó en los primeros días de crisis: con una lectura equivocada de la situación, desconectado de la realidad, obsesionado con la seguridad y el complot, obtuso y errático.
Mientras el mandatario muestra en estos días señales de enmendar su discurso, Martínez se hunde más en su propia copa.
Desde el inicio del estallido ha dedicado tiempo, letras y salivas en generar una división en la comuna, provocando estados de histeria colectiva por la seguridad y despreciando a quienes se han manifestado y a las razones que los motivan. Lo vimos en televisión, con un verbo embriagado y pontificador. Como un conquistador español que llega a tierra indómita a evangelizar y educar, siempre mirando desde un púlpito fabricado con soberbia. Fue necesario que las ciudadanía reuniera 2.700 firmas para abrirse a una consulta ciudadana que hoy desconoce.
El episodio de la procesión a Lo Vásquez fue otro ejemplo de su conducta errática. La gobernación provincial llegó a salvarlo ante una inminente crisis sanitaria y de seguridad, que afortunadamente no ocurrió.
Finalmente, una entrevista radial confirmó su estado de alucinación respecto al estallido social. Más allá de su patetismo al usar el adjetivo «golpistas» para calificar a una amplia mayoría de personas que demandan una transformación social en Chile, Martínez mostró preocupantes rasgos autoritaristas, con un personalismo excesivo (demostrado en la abundante aparición en las redes sociales municipales), intolerancia a una oposición, contrario a mayores espacios de participación y despectivo ante cualquier tipo de movilización que no sea de su gusto o promueva cambiar el status quo. Su tono polarizante – para él existen los que «están conmigo» (los buenos) y «los otros» (los malos) – es propio de figuras como Maduro, Trump y Bolsonaro y, localmente, José Antonio Kast.
En esa misma entrevista, con un tono amenazante propio de la oscuridad de los años 80, dijo que todos sabían quiénes eran los que se manifestaban, reconociendo sutilmente que las cámaras de seguridad tienen un múltiple uso para él.
No sabemos bien que pasó con ese joven político amistoso, de saludo «pasado pa la punta», con un «hola chiquilla» a toda vecina.
La crisis social en Chile está poniendo a prueba a todos los líderes y autoridades. En Casablanca el resultado ha sido muy negativo.
Las opiniones vertidas en esta columna son de responsabilidad de quien las emite. Y no necesariamente, va de la mano con la línea editorial de Espacio Regional.
Deje su comentario en su plataforma preferida